sábado, 11 de junio de 2011

07. “FRANQUEANDO LA BRECHA GENERACIONAL”


Examíname, oh Dios, y conoce mis pensamientos . . . 
(Salmo 139:23)

Muchos padres se quejan de sus hijos, 
porque éstos les contestan mal 
y son irrespetuosos y rebeldes. 
A su vez, los jóvenes consideran 
que sus padres no los comprenden; 
que no confían en ellos, 
ni respetan su individualidad. 
¿Quiénes están en lo cierto? 
¿Cómo cubrir este abismo entre padres e hijos? 
¿Qué implicaría una actitud conciliadora?

Tiene 13 años. De día es estudiante de una escuela de comercio. De noche: blanco de cuchillo de su padre. . . porque ambos trabajan en un circo; ella, amarrada a una tabla giratoria y él, lanzándole hachas y puñales alrededor de su cuerpo. Cualquiera de los 40 lanzamientos a que se somete podría fallar y ensartarla; pero Nancy Lyescozki no se amedrenta. “Hay tantas cosas que temer en esta vida –dice con aplomo–, que no vale la pena tener miedo a los cuchillos”. 
Hasta le agrada ser “blanco de puñales”.

En otro sentido, sin embargo, a los adolescentes y a los jóvenes no les gusta sentirse apuñalados. Los hiere de veras ese dedo índice con el que los adultos apuntan a sus faltas y el tono absolutista de sus reprimendas y consejos. Viven un período difícil, cambiante. Momentos de conflicto que sus mayores no siempre saben captar ni aceptar. 

Al decir del Dr. Enrique Brantmay, “en cierta medida cada adolescente es realmente incomprendido. Se lo ha conocido como niño. Pero ha cambiado: ya no se lo conoce más. Se le impone en forma abusiva la imagen que se desea que él tenga. Se cree tan firmemente que logrará acomodarse a ese plan, que se dice: ´¡Lo conozco!´ Pero eso es un error. 
Todo hombre se forma a nuestras espaldas”.

Hay otros factores que inciden en la llamada brecha generacional; pero acaso el enfrentamiento entre conceptos y voluntades diferentes y aun opuestas es el más común, y a la vez el más difícil de resolver. Sin embargo, hay solución. Requiere, por cierto, un análisis sereno de nuestra personalidad y de la de nuestros hijos; pues cada uno es distinto y necesita y merece ser tratado como tal. Debemos también reconocer que no somos infalibles.

Quizá nuestra oración debiera ser como la del salmista: “Examíname, oh Dios, y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23,24). Sólo así podremos disponer de la comprensión, humildad, y honestidad necesarias para el diálogo con el hijo. . . con la hija. . . con papá y mamá. . . 
con nosotros mismos. . . y con nuestro Padre celestial.
La voz.org/MHP

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