viernes, 27 de mayo de 2011

02. CUANDO LOS HOMBRES LLORAN.


Bienaventurados los que lloran, 
porque ellos recibirán consolación 
(San Mateo 5:4). 

Llorar, ¿es cobardía? ¿Escape? 
¿Un signo de debilidad? 
¿Por qué lloramos? 
¿Hay llanto que sirva para algo?
“¿Quién dijo que sea cobardía llorar 
cuando hay motivo sobrado para ello?” 

La pregunta del escritor Fermín Mugueta aludía al llanto de un hombre, un vietnamita fugitivo que, con la mochila a las espaldas y los hombres vencidos, procuraba marchar hacia adelante aunque sentía que caminaba para atrás. No, llorar no es cobardía. Al menos, no lo es siempre. 
Hay lágrimas cuyos motivos son legítimos, y las hay también de las otras. Por fuera todas se parecen, pero por dentro no. A menudo, en nuestro egoísmo y en nuestro afán de vernos buenos, adjudicamos a nuestras lágrimas los motivos mejores, y reservamos los otros para las lágrimas ajenas.

Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). Pero ¿incluye su promesa a todos lo que lloran? Según Carlos Allen –autor del libro La psiquiatría de Dios– Cristo, al decir esto, no tenía en mente “al pesimista que constantemente está esperando que suceda algo malo, ni al egoísta cuyas ambiciones se han frustrado, ni a la persona amargada y rebelde por haber perdido alguna cosa”. Él se refería a aquellos que lloran porque reconocen que han ofendido a Dios o a una persona, y sufren por el daño que han causado. Nosotros, a veces confundimos este llanto. Creemos estar arrepentidos de haber procedido mal, pero lo que nos duele en realidad no es eso, sino el temor a las consecuencias que nos acarreará nuestra conducta. Tal fue la clase de arrepentimiento que condujo a Judas al suicidio. Produjo angustia y miedo, pero no esperanza ni liberación.

El arrepentimiento verdadero fue el que movió a Pedro a llorar después de haber negado a Cristo, sin negarlo después de haber llorado. Fue el suyo un dolor constructivo, esperanzado. Pedro, en vez de ahorcarse, decidió reparar su daño, entregarse a Jesús de todo corazón, y vivir para él el resto de su vida. Este es el tipo de arrepentimiento que produce paz y alegría.  

Sus lágrimas –como dijera Elena White-- son “las gotas de lluvia que preceden al brillo del sol de la santidad. Esta tristeza es precursora de un gozo que será una fuente viva en el alma” (El Deseado de todas las gentes, pág. 268).

No por nada Cervantes creía que “un buen arrepentimiento 
es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma”.
 ¿Hemos probado esta “medicina”? La voz.org/MHP


01. ¿HAY LUGAR PARA MÍ?


¿Tenemos acaso parte o heredad en la casa de nuestro padre? (Génesis 31:14)

No hay dolor tan difícil de soportar como el que siente quien se ve desvinculado de todos, sin nadie a quien “pertenecer” en una entrega inquebrantable de amor y fidelidad. La libertad aparente de quien no tiene raíces en ninguna parte es un doloroso engaño.
Hubo dos muchachas cuyo padre era frío y distante, y las hacía sentirse huérfanas. Era muy buen proveedor para la familia: buena casa, dinero en abundancia, pero al igual que muchos casos de hoy, escasez de amor. Las hijas no se sentían vinculadas a su padre por lazos afectivos, y sufrieron severas privaciones emocionales, aún después de haberse casado.

Estas dos hermanas se llamaban Raquel y Lea, y el nombre del padre era Labán. Su triste historia está registrada en la Biblia, en el capítulo 31 de Génesis. El padre tenía el corazón tan duro que estaba dispuesto a dejarlas ir del hogar sin darles parte en la herencia, a pesar de ser lo que hoy llamaríamos un millonario. Las dos pensaban qué podrían hacer. La pregunta que se hacían era: “¿Tenemos ya parte o herencia en la casa de nuestro padre?”
Ellas pensaban en “la casa” de su propio padre. 

Pero nosotros nos referimos aquí a la casa de un Padre mucho mayor. En el Padrenuestro, la oración modelo, Jesús nos invita a todos a considerar a Dios como nuestro Padre que está en el cielo. La Palabra de Dios enseña que todos llevamos en nuestro corazón esa profunda convicción que nos ha sido impartida por el ministerio del Espíritu Santo. 
El diablo puede esforzarse por hacernos olvidar que tenemos un Padre rico en el cielo, y que allí está nuestra herencia; esta convicción permanecerá arraigada en nuestro corazón, a menos que resolvamos deliberadamente expulsarla de allí. Por lo tanto, si Dios es tu Padre –y ten por cierto que así es– entonces es un hecho que tienes lugar en su casa. 

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas”, 
dijo Jesús en San Juan 14:2.
Sí, hay lugar para ti.
La voz.org/MHP