Siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. (2 Corintios 3:3).
Desde el ABC de Madrid, Gonzalo Fernández De La Mora afirmaba que “las consecuencias más graves y espectaculares” del “vacío moral” son “el desorden de las costumbres y el incremento de la angustia vital”.
Pero, también dudaba de la eficacia de la imposición de reglas y dogmas. ¿Cómo –entonces— resolver este conflicto? ¿Podrá lograrse que la moral libre resulte en vidas ordenadas, productivas, y por ende, gozosas?
–Mamá, ¿esta artista de cine, tiene niños?. . . –Di, mamá, ¿esta actriz que sale en esta revista, tiene niños?
La pregunta –a la que alude Natalia Figueroa en su artículo: “Vergüenza ajena”– refleja en su insistencia la inquietud creciente de un niño de once años que hojea una revista, en cuyas páginas descubre fotografías de actrices en poses y ropas provocativas. Por tercera vez va. –Oye, mamá, esta señora ¿tiene algún hijo?
La madre, que antes ha contestado distraídamente, siente ahora curiosidad: “¿Por qué te interesa tanto saber si las artistas tienen o no tienen hijos?” El niño calla. “¿Por qué me preguntas siempre lo mismo? ¿Por qué te importa que las artistas tengan hijos?” Al fin, el chiquilín contesta. –¡Qué vergüenza debe pasarse en el colegio siendo el niño de esas señoras!
El niño ajeno a aquellas madres sufre por los hijos de ellas. Pero su sufrimiento y el de los otros niños no surten efecto. Porque el que su actitud afecte a otros rara vez promueve cambio alguno en quienes, justamente por no pensar más que en ellos mismos, hacen sólo los que les da la gana, porque les da la gana. Lo paradójico, sin embargo, es que tampoco ellos son felices.
Según Fernández De La Mora, el vacío moral de nuestra sociedad requiere “no unos mandamientos dictados, sino íntimamente redescubiertos. No unos vetos externos, sino una autodisciplina del ánimo”.
–Mamá, ¿esta artista de cine, tiene niños?. . . –Di, mamá, ¿esta actriz que sale en esta revista, tiene niños?
La pregunta –a la que alude Natalia Figueroa en su artículo: “Vergüenza ajena”– refleja en su insistencia la inquietud creciente de un niño de once años que hojea una revista, en cuyas páginas descubre fotografías de actrices en poses y ropas provocativas. Por tercera vez va. –Oye, mamá, esta señora ¿tiene algún hijo?
La madre, que antes ha contestado distraídamente, siente ahora curiosidad: “¿Por qué te interesa tanto saber si las artistas tienen o no tienen hijos?” El niño calla. “¿Por qué me preguntas siempre lo mismo? ¿Por qué te importa que las artistas tengan hijos?” Al fin, el chiquilín contesta. –¡Qué vergüenza debe pasarse en el colegio siendo el niño de esas señoras!
El niño ajeno a aquellas madres sufre por los hijos de ellas. Pero su sufrimiento y el de los otros niños no surten efecto. Porque el que su actitud afecte a otros rara vez promueve cambio alguno en quienes, justamente por no pensar más que en ellos mismos, hacen sólo los que les da la gana, porque les da la gana. Lo paradójico, sin embargo, es que tampoco ellos son felices.
Según Fernández De La Mora, el vacío moral de nuestra sociedad requiere “no unos mandamientos dictados, sino íntimamente redescubiertos. No unos vetos externos, sino una autodisciplina del ánimo”.
Y esto es y fue siempre necesidad. De ahí que el propósito de Dios es: “Porque pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que ... guardéis mis preceptos”(Ezequiel 36:27).
La moral, amigo lector, sólo tiene sentido y eficacia cuando no es por pose ni imposición; cuando –por la aceptación voluntaria de Jesucristo como Salvador y Guía de nuestras vidas– la ley de Dios nos es escrita “no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Corintios 3:3).
La voz.org/MHP
La moral, amigo lector, sólo tiene sentido y eficacia cuando no es por pose ni imposición; cuando –por la aceptación voluntaria de Jesucristo como Salvador y Guía de nuestras vidas– la ley de Dios nos es escrita “no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Corintios 3:3).
La voz.org/MHP